18 mayo 2006
04 mayo 2006
Saturno
La frente ancha y una nariz carnosa y alcoholizada, del color de las uvas maduras, de la sangre retenida, brillante, grasienta y con poros abismales, un enorme fresón marchito. Era repugnante. No le faltaba un solo pelo de la cabeza, pese a ser casi un octogenario conservaba un pelo recio y robusto, que peinaba hacia atrás, como si fuera un galán de los años 40. Sin embargo era la antítesis de ese estereotipo, su cabellera era cana, más que cana, amarillenta, del color de la bilis, su rostro, surcado de arrugas en una gruesa piel curtida por el sol. Caminaba a grandes zancadas, con un viejo jersey de lana y un pantalón gris, a saber de que año, lleno de lamparones. Le llamaban el mierdoso, y en el barrio los críos hacían corro frente a él, le escupían, lo indignaban y comenzaba a agitar sus brazos enfurecido y a chillarles con una voz ronca y gutural, dejando escapar esputos que teñían de pecas negras el cemento vil que tiñe toda esta ciudad sin futuro, sin presente ni pasado, la ciudad de los esquizofrénicos parados, las abuelas enjoyadas, los niños malcriados y las mujeres atrapadas, presas del miedo, pavor a respirar un aire infectado de sepulcros vacíos, de lápidas sin cincelar, de muertes sin caer. Los hombres bebían sin hablarse. Las mujeres hablaban sin tener con quién, con pantallas de otros mundos, con altavoces que no responden sus palabras. Allí aterricé yo, la primera vez que lo vi –más que verlo entró por mi nariz a través de una ráfaga nauseabunda- abría y cerraba contenedores, vaciaba las bolsas, las doblaba cuidadosamente y las ponía una encima de otra en un carro medio destartalado que empujaba afanosamente.
En la oficina el trabajo era poco, apenas tardaba media hora en tenerlo todo listo y podía salir a tomar un café al Avenida. Pero eso fue al principio, cuando no conocía la atmósfera maldita, magnética y vacía de esta ciudad fantasma, de gente que no mira, perros que no ladran , niños que no juegan, máquinas paradas y grúas fantasma cortando un paisaje gris. Después me sentía más solo en la calle que sentado en mi despacho, contemplando una y otra vez los desconchones de pintura, el dibujo de las baldosas y garabateando mecánicamente nombres olvidados en viejos papeles.
Entonces entró, acompañado de una respiración chirriante, como un viejo ventilador oxidado. No lo había visto desde aquel día, el primero de todos, cuando recopilaba bolsas. Entró, y lo hizo con toda su energía, con sus grandes ojos marrones inyectados en sangre, imposible de adivinar donde se fijaban. Balbuceó algo, que entendí y no quise entender. Las lágrimas corrieron por mis ojos, silenciosas, tan perplejas como yo. En cada bolsa había una. Goteaban sangre y por algunas asomaban peinados de domingo hechos por madres ambiciosas. No recuerdo nada más. Cada día amanece y para mí, ayer siempre es ese día.
En la oficina el trabajo era poco, apenas tardaba media hora en tenerlo todo listo y podía salir a tomar un café al Avenida. Pero eso fue al principio, cuando no conocía la atmósfera maldita, magnética y vacía de esta ciudad fantasma, de gente que no mira, perros que no ladran , niños que no juegan, máquinas paradas y grúas fantasma cortando un paisaje gris. Después me sentía más solo en la calle que sentado en mi despacho, contemplando una y otra vez los desconchones de pintura, el dibujo de las baldosas y garabateando mecánicamente nombres olvidados en viejos papeles.
Entonces entró, acompañado de una respiración chirriante, como un viejo ventilador oxidado. No lo había visto desde aquel día, el primero de todos, cuando recopilaba bolsas. Entró, y lo hizo con toda su energía, con sus grandes ojos marrones inyectados en sangre, imposible de adivinar donde se fijaban. Balbuceó algo, que entendí y no quise entender. Las lágrimas corrieron por mis ojos, silenciosas, tan perplejas como yo. En cada bolsa había una. Goteaban sangre y por algunas asomaban peinados de domingo hechos por madres ambiciosas. No recuerdo nada más. Cada día amanece y para mí, ayer siempre es ese día.
Ad nauseam
Un cielo de plomo, un asfalto gélido y mil bobadas más para explicar que es un día frío hacia el final de la primavera. El sonido de las ruedas de los vehículos sobre el asfalto mojado ejerció siempre en mí una extraña atracción. Una banda sonora que acompaña a las suelas de mis zapatos chapoteando en la acera mojada. Un viento violento sopla de frente, levantándome el pelo, demasiado largo, demasiado raro y lanza a mi cara dardos de agua que apenas me permiten si entornar los ojos. Las manos en los bolsillos tratan de separar la ropa empujada hacia mi cuerpo que forma una segunda piel de tela impermeable, impidiendo traspasar la lluvia a mi carne, pero no así las heridas que el destino me tenía preparado, y que yo aún desconocía por completo.
El portal me resulta extraño hoy. Parece más nítido, más brillante, como si le hubiesen pasado un barniz o pulido las formas. Las escaleras tampoco las reconozco y al abrir la puerta, tu rostro parece otro, no es el de siempre, el de piel clara, salpicada de pecas, sonrisa amplia y mirada de niña. No, hoy es gris, de ojos apagados y presagios de adioses. Tres bolsas en el pasillo, tres bolsas es mi vida, la que ahora empujas hacia la salida de emergencia. Por ti, lo hago por ti. Yo no quiero. Es mejor así. Lágrimas, silencios y un abrazo sin rastro de noviazgos.
Así fue, mi vida representada en tres bolsas agoniza en un contenedor de tapa verde y rastros de quemaduras infantiles; lo que queda de ella, un amasijo de carne y huesos, deambula por la ciudad de agua, de charcos, de grises en cielo y en caras, en colas de supermercados, en lomos de palomas hambrientas.
Tres años. Vagando por parques, por un muelle sinfónico de melodías de aire, de olas, de gritos de niños persiguiendo pelotas. Cada mañana me cierras la puerta, cada tarde me cuelgas el teléfono, cada noche me pides que no, que no vuelva, que empiece una vida… pero mi vida… mi vida yace en un vertedero al borde del mar, pisoteada por una gaviota taciturna, vestida por un gitano de chabola y yegua, mordisqueada por ratas infectas de rabia. Pero hoy no. Hoy no he ido, no te he llamado, no te he seguido, no te he asustado, no he sido esposado, encerrado, vilipendiado y exhortado a cumplir una orden de alejamiento, le ordeno alejarse del norte que le guiaba, no hay norte, no hay rumbo, levántese, lávese, coma.
No queda otro remedio, la situación es insostenible, compréndalo. Encerrado hasta nueva orden. Primero la azul y después la verde. Con un poco de agua. Túmbese y no me obligue a ponerle las correas. Paseo en el patio, el rey Juan Carlos, un niño que es perro, una vieja cotorra que me llama mi vida y cientos de héroes, estrellas en el teatro chiflado, pasen y vean, junto conmigo, el vivo sin vida.
Dos años. Colaboro con los celadores, enseño a los novatos, baño a los ancianos. Puede usted salir. Temo el exterior. Volver a la rabia. Otra vez tres bolsas, de ropa donada en bingos de ancianas, otra vez un contenedor, otra vez un vacío, otra vez el precipicio… un barco mercante, ayudante de cocina, sin preguntas, sin papeles, solo una mirada fija de un capitán griego que atisba mis vértigos. Hace la vista gorda, zarpamos mañana. No lo olvide, mañana.
Noche de alcohol, de amor sin amor, de demonios en camas de hostal, de cabeza hundida en sábanas sucias, húmedas, teñidas de miles de caras que derraman lágrimas en almohadas gastadas, cansadas del mundo, del hombre, de miseria y de míseros, ¡míseros!, de lujuria sin lujo, de vómitos que regurgitan pedazos de almas hastiadas de cuerpos traidores.
Catorce hombres, un capitán, sesenta metros, tres mil kilómetros, cuarenta y ocho días. Al segundo día un trágico accidente, falta de experiencia, falta de concentración, una desgracia, una lastimosa pérdida. Mi pierna. Atravesada a la altura del fémur por una barra oxidada. Cuatro días tardaremos en arribar al archipiélago Las Batidos. Entretanto muerda esta goma y beba esta botella. Maldita sea. Maldita sea, maldita sea. Las voces se repiten entre la tripulación. Maldita sea.
Luces brillantes, sirenas cantarinas, pulpos gigantes. Todo tumbado en un catre con olor a petróleo. Deliro, pero me olvido de mí. Y de ti. De todo. Apenas recuerdo tu rostro. Abro los ojos, un techo de paja, una enfermera mulata y mi pierna no está. Está, pero pudriéndose bajo tierra. Quiero verla. No diga usted bobadas, muchacho. Es mía. ¿Está chiflado? Recuerdo el encierro en correas que cortan mis venas, pastillas que embotan mi seso, pantalones manchados de mierda. No, disculpe, será el efecto de la medicación.
…continuará, o no