04 mayo 2006

Saturno

Fïjense en el terror de sus ojos. Del texto pueden prescindir.


La frente ancha y una nariz carnosa y alcoholizada, del color de las uvas maduras, de la sangre retenida, brillante, grasienta y con poros abismales, un enorme fresón marchito. Era repugnante. No le faltaba un solo pelo de la cabeza, pese a ser casi un octogenario conservaba un pelo recio y robusto, que peinaba hacia atrás, como si fuera un galán de los años 40. Sin embargo era la antítesis de ese estereotipo, su cabellera era cana, más que cana, amarillenta, del color de la bilis, su rostro, surcado de arrugas en una gruesa piel curtida por el sol. Caminaba a grandes zancadas, con un viejo jersey de lana y un pantalón gris, a saber de que año, lleno de lamparones. Le llamaban el mierdoso, y en el barrio los críos hacían corro frente a él, le escupían, lo indignaban y comenzaba a agitar sus brazos enfurecido y a chillarles con una voz ronca y gutural, dejando escapar esputos que teñían de pecas negras el cemento vil que tiñe toda esta ciudad sin futuro, sin presente ni pasado, la ciudad de los esquizofrénicos parados, las abuelas enjoyadas, los niños malcriados y las mujeres atrapadas, presas del miedo, pavor a respirar un aire infectado de sepulcros vacíos, de lápidas sin cincelar, de muertes sin caer. Los hombres bebían sin hablarse. Las mujeres hablaban sin tener con quién, con pantallas de otros mundos, con altavoces que no responden sus palabras. Allí aterricé yo, la primera vez que lo vi –más que verlo entró por mi nariz a través de una ráfaga nauseabunda- abría y cerraba contenedores, vaciaba las bolsas, las doblaba cuidadosamente y las ponía una encima de otra en un carro medio destartalado que empujaba afanosamente.

En la oficina el trabajo era poco, apenas tardaba media hora en tenerlo todo listo y podía salir a tomar un café al Avenida. Pero eso fue al principio, cuando no conocía la atmósfera maldita, magnética y vacía de esta ciudad fantasma, de gente que no mira, perros que no ladran , niños que no juegan, máquinas paradas y grúas fantasma cortando un paisaje gris. Después me sentía más solo en la calle que sentado en mi despacho, contemplando una y otra vez los desconchones de pintura, el dibujo de las baldosas y garabateando mecánicamente nombres olvidados en viejos papeles.

Entonces entró, acompañado de una respiración chirriante, como un viejo ventilador oxidado. No lo había visto desde aquel día, el primero de todos, cuando recopilaba bolsas. Entró, y lo hizo con toda su energía, con sus grandes ojos marrones inyectados en sangre, imposible de adivinar donde se fijaban. Balbuceó algo, que entendí y no quise entender. Las lágrimas corrieron por mis ojos, silenciosas, tan perplejas como yo. En cada bolsa había una. Goteaban sangre y por algunas asomaban peinados de domingo hechos por madres ambiciosas. No recuerdo nada más. Cada día amanece y para mí, ayer siempre es ese día.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Animal!! ¿Cómo puedes ser tan sádico?

10 mayo, 2006 16:40  

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