04 mayo 2006

Ad nauseam


Un cielo de plomo, un asfalto gélido y mil bobadas más para explicar que es un día frío hacia el final de la primavera. El sonido de las ruedas de los vehículos sobre el asfalto mojado ejerció siempre en mí una extraña atracción. Una banda sonora que acompaña a las suelas de mis zapatos chapoteando en la acera mojada. Un viento violento sopla de frente, levantándome el pelo, demasiado largo, demasiado raro y lanza a mi cara dardos de agua que apenas me permiten si entornar los ojos. Las manos en los bolsillos tratan de separar la ropa empujada hacia mi cuerpo que forma una segunda piel de tela impermeable, impidiendo traspasar la lluvia a mi carne, pero no así las heridas que el destino me tenía preparado, y que yo aún desconocía por completo.
El portal me resulta extraño hoy. Parece más nítido, más brillante, como si le hubiesen pasado un barniz o pulido las formas. Las escaleras tampoco las reconozco y al abrir la puerta, tu rostro parece otro, no es el de siempre, el de piel clara, salpicada de pecas, sonrisa amplia y mirada de niña. No, hoy es gris, de ojos apagados y presagios de adioses. Tres bolsas en el pasillo, tres bolsas es mi vida, la que ahora empujas hacia la salida de emergencia. Por ti, lo hago por ti. Yo no quiero. Es mejor así. Lágrimas, silencios y un abrazo sin rastro de noviazgos.
Así fue, mi vida representada en tres bolsas agoniza en un contenedor de tapa verde y rastros de quemaduras infantiles; lo que queda de ella, un amasijo de carne y huesos, deambula por la ciudad de agua, de charcos, de grises en cielo y en caras, en colas de supermercados, en lomos de palomas hambrientas.
Tres años. Vagando por parques, por un muelle sinfónico de melodías de aire, de olas, de gritos de niños persiguiendo pelotas. Cada mañana me cierras la puerta, cada tarde me cuelgas el teléfono, cada noche me pides que no, que no vuelva, que empiece una vida… pero mi vida… mi vida yace en un vertedero al borde del mar, pisoteada por una gaviota taciturna, vestida por un gitano de chabola y yegua, mordisqueada por ratas infectas de rabia. Pero hoy no. Hoy no he ido, no te he llamado, no te he seguido, no te he asustado, no he sido esposado, encerrado, vilipendiado y exhortado a cumplir una orden de alejamiento, le ordeno alejarse del norte que le guiaba, no hay norte, no hay rumbo, levántese, lávese, coma.
No queda otro remedio, la situación es insostenible, compréndalo. Encerrado hasta nueva orden. Primero la azul y después la verde. Con un poco de agua. Túmbese y no me obligue a ponerle las correas. Paseo en el patio, el rey Juan Carlos, un niño que es perro, una vieja cotorra que me llama mi vida y cientos de héroes, estrellas en el teatro chiflado, pasen y vean, junto conmigo, el vivo sin vida.
Dos años. Colaboro con los celadores, enseño a los novatos, baño a los ancianos. Puede usted salir. Temo el exterior. Volver a la rabia. Otra vez tres bolsas, de ropa donada en bingos de ancianas, otra vez un contenedor, otra vez un vacío, otra vez el precipicio… un barco mercante, ayudante de cocina, sin preguntas, sin papeles, solo una mirada fija de un capitán griego que atisba mis vértigos. Hace la vista gorda, zarpamos mañana. No lo olvide, mañana.
Noche de alcohol, de amor sin amor, de demonios en camas de hostal, de cabeza hundida en sábanas sucias, húmedas, teñidas de miles de caras que derraman lágrimas en almohadas gastadas, cansadas del mundo, del hombre, de miseria y de míseros, ¡míseros!, de lujuria sin lujo, de vómitos que regurgitan pedazos de almas hastiadas de cuerpos traidores.
Catorce hombres, un capitán, sesenta metros, tres mil kilómetros, cuarenta y ocho días. Al segundo día un trágico accidente, falta de experiencia, falta de concentración, una desgracia, una lastimosa pérdida. Mi pierna. Atravesada a la altura del fémur por una barra oxidada. Cuatro días tardaremos en arribar al archipiélago Las Batidos. Entretanto muerda esta goma y beba esta botella. Maldita sea. Maldita sea, maldita sea. Las voces se repiten entre la tripulación. Maldita sea.
Luces brillantes, sirenas cantarinas, pulpos gigantes. Todo tumbado en un catre con olor a petróleo. Deliro, pero me olvido de mí. Y de ti. De todo. Apenas recuerdo tu rostro. Abro los ojos, un techo de paja, una enfermera mulata y mi pierna no está. Está, pero pudriéndose bajo tierra. Quiero verla. No diga usted bobadas, muchacho. Es mía. ¿Está chiflado? Recuerdo el encierro en correas que cortan mis venas, pastillas que embotan mi seso, pantalones manchados de mierda. No, disculpe, será el efecto de la medicación.

…continuará, o no